viernes, 25 de octubre de 2013

La novela póstuma de Pío Baroja

 
 
 
Publicado en el periódico "El Occidental"
el 22 de octubre de 2013.

Wolfgang Vogt
 
Uno de los grandes narradores españoles de la primera mitad del siglo XX es Pio Baroja (1872-1956) quien de cierta manera continúa la tradición de Benito Pérez Galdós. Ambos novelistas nacieron lejos de la capital española, el último en las Islas Canarias y el primero en el País Vasco, pero los escenarios más frecuentes de sus libros se encuentran en Madrid.

Hace poco encontramos: "Miserias de la guerra", de Baroja, una novela inédita hasta 2006, que desde este año se consigue en edición de bolsillo de Alianza Editorial. Baroja no quiso o pudo publicarla en 1951, cuando la terminó a la edad de 79 años, tal vez porque las heridas de la reciente guerra civil aún no se habían cerrado. El pesimismo de Baroja presente en casi todas sus obras está aún más marcado en esta novela. Es un libro escrito con el escepticismo de la edad y la convicción de que España no tiene remedio. El anciano mira con profunda desilusión hacia atrás y, presentándonos un gran número de personajes de la época, nos describe las situaciones absurdas de los años un poco antes y durante la guerra civil. Nos muestra que debido a la estupidez humana liberales, anarquistas y comunistas no fueron capaces de defender la república y crear una sociedad mejor.

La novela se divide en ocho partes y un epílogo, subdivididos en pequeños capítulos. El personaje principal es el ex diplomático inglés Carlos Evans, quien quiere pasar los últimos años de su vida en Madrid y se convierte así en un observador cercano de los cambios políticos y sociales. Evans tiene muchos amigos con los cuales se reúne sobre todo en una librería, donde se forma una tertulia con personajes intelectualmente inquietos y bastante pintorescos, entre ellos Hipólito, un militante anarquista de buenas intenciones. Madrid tiene serias dificultades para defenderse contra los ataques de las tropas nacionalistas que a veces bombardean la ciudad. Pero la gente no se angustia demasiado por los peligros de la guerra y sigue con su vida normal. No dejaron de funcionar los tranvías y el metro en toda la guerra. "Llegaban coches y vagones hasta las líneas de fuego y la gente no sentía miedo de viajar en ellos". En Madrid se estableció una sociedad igualitaria, donde al obrero le "gustaba llamar de tú al de corbata y éste se resignaba". En esta nueva sociedad el obrero se sentía a gusto y "hacía alarde de comer más y mejor que el médico o que el ingeniero".

Pero esta nueva sociedad no tenía futuro, porque se destruía a sí misma, mientras las tropas enemigas asediaban la ciudad. Anarquistas y comunistas defendían diferentes ideales sociales. Los segundos sabían muy bien que primero había que ganar la guerra para resolver después las diferencias ideológicas. "El plan de los anarquistas era primero hacer la revolución y luego terminar la guerra". Pero eso no fue posible, como muestra el caso del comandante anarquista Buenaventura Durruti, quien llegó con sus soldados desde Barcelona para luchar en el frente de Madrid. Nos dice Baroja quien lo admira: "No había duda de que era un hombre valiente y generoso de una inteligencia despierta en todo lo que no rozara sus ansias revolucionarias". Durruti murió en el frente herido por la espalda después de haber mandado diezmar sus batallones por cobardes. Según el autor el error de Durruti fue ganar la guerra con soldados anarquistas:

"Durruti tenía razón como militar, pero no la tenía como anarquista. La guerra no se puede hacer más que con disciplina estrecha y dura. Querer hacer la guerra con anarquistas que van a pretender discutir las órdenes de sus jefes, es una perfecta locura".

Según Baroja predominan en las filas de los revolucionarios las envidias mezquinas y la mediocridad. Brigadas anarquistas sobre todo realizan detenciones arbitrarias de supuestos enemigos de la revolución. Sin justificación se queman iglesias y se ataca a curas y monjas. Una de las víctimas de este terror es el jesuita García Villada, uno de los mejores historiadores españoles de su tiempo y un hombre de espíritu libre y crítico. Uno de los personajes de la novela llega a la conclusión de que "hubieran fusilado a Voltaire, en Madrid, si hubiera en Madrid un Voltaire y le hubieran ovacionado a un imbécil orador de mitin. ¡Qué torpes! Son iguales que los reaccionarios, pero más brutos".

Frente al caos creado por la guerra civil, Carlos Evans se retira a Inglaterra, mientras su amigo Hipólito defiende sus ideales hasta el final de la guerra frenando las locuras y excesos de poder de sus compañeros anarquistas. En 1939, cuando todo está perdido, un tribunal militar lo condena a muerte, pero finalmente, debido a la intervención de gente que conocía su carácter noble, se le ofrece el indulto. Hipólito lo rechaza con las palabras: "He vivido con una ilusión de fraternidad de todos los hombres. Ahora, después de esta guerra, veo que mi idea es una locura. Vivir sin esperanzas ¿para qué? Prefiero morir". Para un idealista como Hipólito ya no hay lugar en una sociedad, donde triunfan los mezquinos y oportunistas. Pero Hipólito es una excepción, un santo sin religión igual que Durruti. Pero a la gran mayoría de los republicanos no les importa en camino de la perfección. Como ejemplo menciona Baroja el caso de cuatro redactores de "Mundo obrero" subiendo sus maletas que medio año antes del final de la guerra civil los lleva a Valencia, la nueva sede del Gobierno republicano, de donde más tarde seguramente se escaparon a Hispanoamérica.

El autor termina "Miserias de la guerra" con las palabras: "Los cucos se escaparon con habilidad y con dinero. Los torpes, por falta de comprensión, o de astucia, cayeron en la trampa". Entre los torpes figura un hombre generoso e inteligente como Durruti cegado por ilusiones anarquistas. Hans Magnus Enzensberger, una de las figuras más destacadas de la literatura alemana actual, evoca a Durruti, esta figura carismática, en una novela documental, donde él es el personaje central.

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